Fuente | Óscar Portilla

Cuando me entero de que el partido entre Liga Deportiva Universitaria y Barcelona se jugará con público de ambos equipos, me asaltan dos sentimientos: preocupación y alegría.

La preocupación es inevitable. Porque las barras de ambos clubes —que en su mayoría están compuestas por hinchas auténticos, apasionados, de esos que alientan y vibran por amor a los colores— también tienen dentro a una minoría oscura, violenta y peligrosa.
No son hinchas: son delincuentes infiltrados. Venden droga, arman disturbios y han convertido las gradas en territorio de miedo. Lo que para muchos es una fiesta, para ellos es campo de guerra. Y la pregunta es inevitable: ¿estará la Policía Nacional preparada para garantizar la seguridad de los verdaderos hinchas? Porque el peligro no está solo en las gradas, sino en los accesos, en las calles, en la salida.

Pero también hay alegría. Porque la esencia del fútbol es compartir. Que en un mismo estadio haya gritos, cánticos y rivalidad sana, eso es lo que hace grande al deporte. Esas “picardías” entre hinchadas, esas frases ingeniosas, esas risas nerviosas antes del partido, son parte del folklore que habíamos perdido.

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